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Ficción Mínima en papel: Monstruos y bellezas de Diego Muñoz Valenzuela

EL ÁNGEL Un ángel que realiza prácticas de vuelo ilegales en plena urbe, es detenido y juzgado por infringir las leyes de los caminos aéreos, provocar desorden público y no señalizar debidamente.
Ante tamaña acusación el ángel no puede defenderse. En la cárcel medita sobre el significado de la libertad y decide buscar una ocupación menos riesgosa.

DRÁCULA El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste.
Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en sangre. El dentista también usa lentes oscuros. Lo examina, mueve la cabeza negativamente.
Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y escucha el lejano zumbido de un taladro.
Despierta. Ve su imagen en un espejo de agua, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo -que es el doctor Van Helsing- lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.

DE MONSTRUOS Y BELLEZAS El monstruo llora frente al espejo de la feria de diversiones porque su imagen se deforma y adquiere una apariencia grotesca. La hermosa muchacha con ojos de océano mira divertida su figura horripilante en el mismo espejo. Ella descubre a su príncipe azul en el espejo.
Él cruza una mirada de amor con la maravillosa monstrua. Se enamoran perdidamente, y desde ese instante viven felices, juntos: la bella, el monstruo y el espejo.

EL GIGANTE EGOÍSTA El gigante sonrió con auténtica felicidad al contemplar a los millares de niños que repletaban los entretenimientos de su patio. Apelotonados en filas interminables ante cada juego, exigían a sus padres que les comprasen toda clase de golosinas. El gigante calculó el exorbitante monto de la taquilla: su salud y comodidad estaban aseguradas. Había desterrado definitivamente aquellas terribles pesadillas donde moría de frío, sumido en la soledad y la miseria.

DESOCUPADO Está zarrapastroso: el traje sucio y lleno de remiendos. Por los bototos abiertos en las puntas asoman unos calcetines mugrientos, plagados de agujeros. Hace meses que busca trabajo, pero nadie requiere sus servicios. Su largo cabello, otrora rubio y dócil, ya no cae ordenadamente sobre sus hombros; se ha convertido en una masa enredada, piojosa, fétida, de un color indefinible. El ángel mira su reflejo en la vitrina de un comercio y se acongoja. Un guardia lo expulsa mediante insultos y bastonazos.
Se aleja, humillado, extenuado, olvidado de sus poderes, incapaz del milagro que puede salvarlo.

AMORES PERFECTOS -Yo creo que lo nuestro no puede continuar ­asevera con tristeza la mujer lobo.
-¿Por qué? ­pregunta angustiado el vampiro, rodeando su peluda cintura para sujetarla.
-Porque es necrofilia ­repone ella mientras lame su rostro pálido con devoción.
-Eso depende del punto de vista ­argumenta el no muerto, estrechándola con vigor-. Creo que lo nuestro es más bien zoofilia.
Se dieron un largo beso de amantes, resignados ante el destino inevitable.

CONTRACUENTO DE HADAS 1 Con el tiempo el príncipe ha engordado debido a la gula, el alcoholismo y la fiesta permanente. Ahora tiene una barriga gigantesca y una papada descomunal. Las piernas raquíticas apenas son capaces de sostenerlo. Hipa constantemente producto de una borrachera consuetudinaria.
"Dios mío", se dice con amargura la infanta, "ha terminado por convertirse en un sapo, igual que al inicio". Y concluye que la historia es circular.

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Narrador chileno. Es también ingeniero. Ha publicado: Nada ha terminado (1984) Todo el amor en sus ojos (1990), Lugares secretos (1993), Flores para un cyborg (1997) Ángeles y verdugos, microcuentos (2002), Déjalo ser (2003), De monstruos y bellezas (2007), Las criaturas del cyborg (2010) Las nuevas hadas, microrrelatos fantásticos (2011).
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Ceremonias de Ednodio Quintero

VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) Soy --¿debería decir era?-- por naturaleza un ser tranquilo. Prefiero el sosiego a la agitación. Me complazco en el devenir previsible de los días. Abomino de los cambios compulsivos y de los relojes de arena. Me siento a gusto en una habitación con ventanas, tanto mejor si éstas se abren a un paisaje arbolado o a un jardín.
Mi única ambición era la de permanecer vivo hasta la hora de mi muerte. Respirar sin temor a envenenarme, regar mis plantas en la terraza del apartamento, tejer para ti un suéter o una bufanda. Contemplar durante un tiempo sin medida los movimientos caprichosos de mis peces de colores, adormecerme en un sillón, aguardar tu llegada. Bienvenido, príncipe, mi Alcibíades. Juntos tomamos té, masticamos galletas y jugamos a las cartas, hasta que la noche bate sus alas oscuras frente a la ventana. Hace frío allá afuera, querido. Yo estoy ardiendo. Pero un día aciago, como mensajeros de la peste surgieron de alguna pesadilla los tres dogos, tus guardianes, e intuí de golpe que el orden de mi mundo se derrumbaba (...) (Volveré con mis perros).

PARQUE A.M. Quizá, desde un tiempo anterior a mi nacimiento, el árbol permanecía ahí. Me abracé a su corteza rugosa y trepé con la habilidad de un mono joven. Encaramado en las ramas más altas disfruto de una vista placentera. Sin mucho esfuerzo domino un amplio sector del parque. Incluso puedo ver los techos verde moho de las casitas del Barrio Obrero y, más lejos, desfigurada por la luz y la distancia, la silueta del Jinete Triste.
He sido siempre un pésimo observador.
Cuando joven quise ser pintor y me inscribí en una Escuela. Decidí largarme el día que dibujé una lagartija asoleándose sobre una roca, había olvidado por completo a la gorda desnuda que nos servía de modelo.
Sin embargo, parece que hoy los objetos me reclaman. Una delgada capa de luz cubre las piedras, baña los árboles y como polvo de huesos se derrama en el viento. Mi mirada se detiene en la superficie lustrosa de una hoja, se abre camino entre el follaje y descubre un nido de azulejos en la confluencia de dos ramas, sigue la dirección inversa de la savia y penetra en la oscuridad de las raíces (...) (El agresor cotidiano).

MUÑECAS Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.

VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) "El aliento de ballena enloquece". Se trata sólo de una frase que, a decir verdad, no me pertenece. Recuerdo el temblor de tus labios y un cierto resplandor que brotaba de tus dientes cuando la pronunciaste. Y aquella tarde la repetiste, con una insistencia que se me antojó insidiosa, mientras dejabas que la brisa refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. Habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo hasta que el aliento de la ballena se te hizo insoportable y decidiste escapar. Sudoroso y fatigado te refugiaste en el extremo sur del balcón, allí donde el viento cargado de presagios mitigara los ardores de tu piel. Yo, desde mi lecho revuelto, entre cojines y almohadones de plumas, fumando te observaba. Y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa, como una palmera.
Dicen que a los moribundos, en la hora postrera, se le representan escenas enteras de su vida, que desfilan delante de sus ojos al igual que una película acelerada.
Yo, que yazgo a la intemperie y que no alcanzaré a ver el lento fundido de las colinas y del cielo ­desde el verde tornadizo y el azul esmaltado hasta el negro carbón, pasando por las múltiples tonalidades del sepia y el gris­, intento llenar este espacio breve con figuras falsas, espectrales, que mezclo y entrevero a sucesos de los llamados, a falta de una terminología más precisa, reales. Me pregunto qué importancia puede tener ahora saber si te conocí ayer ­como cualquier aprendiz de detective lo  
podría determinar­ o hace algunos meses ­como lo quiere mi imaginación­. ¡Qué importa! Si cuando el sol se apague ya nada habré de recordar. Ni el color de tus ojos ni las formas amenazantes de tus perros de presa, ni siquiera el contorno enrarecido de las montañas al atardecer.
Vuelto hacia el cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado cubierto por un manto de cenizas. Veo torbellinos de luz, sombras danzantes, claridades como de acuario. E intento rescatar del fondo de mi cerebro, recalentado como un motor al rojo vivo, alguna imagen borrosa de mi infancia, un aroma persistente, la vibración de un sonido, la textura de un objeto familiar. El perfume letal de mi madre.
La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste. Sentado en el poyo de la ventana contemplo los gruesos goterones que se desgranan allá afuera levantando nubecitas de polvo sobre las baldosas del patio: lluvias caprichosas en mitad del verano. Un rumor de voces y de risas llama mi atención, me volteo y veo a mi madre en compañía de sus amigas, que se agrupan alrededor de una mesita. Toman café y saborean pastas de arroz espolvoreadas con canela, buñuelos rellenos de miel, galletas untadas con crema de leche. Se acomodan en feos sillones, comentan la visita del señor obispo o el matrimonio vergonzoso de una sobrina, charlan como pajarracos. Detesto a esas intrusas que se interponen entre mi madre y yo, que me roban su cariño a esta hora cuando el sueño me hace cabecear. Si estuviera solo con ella, me acunaría en su regazo y me dormiría escuchando frases lisonjeras: «mi amor, mi corazón, mi rey». Algunas veces, creyendo que duermo, acerca sus labios a mi oído y con voz dulce repite: «mi niña, mi niña».

Ednodio Quintero nació en 1947 en Las Mesitas (Trujillo), en los Andes venezolanos. Desde 1965 reside en Mérida (Venezuela), ciudad a la que llegó para estudiar Ingeniería Forestal y en cuya universidad ha sido, durante muchos años, profesor de Letras y Medios Audiovisuales.
Su obra narrativa ha sido reconocida con los más importantes premios literarios que se conceden en su país.
Es autor de los volúmenes de cuentos: La muerte viaje a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978), La línea de la vida (1988), Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Ha publicado las novelas: La danza del jaguar (1991), La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994), El cielo de Ixtab (1995), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (Candaya, 2004), Confesiones de un perro muerto (2006), El arquero dormido (2010) y El hijo de Gengis Khan (2013).
También ha escrito dos libros de ensayo: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997); y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975) y Cubagua (1987). 
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Minificciones de Federico Patán

FEDERICO PATÁN. Nacido en Asturias (España) en 1937, desde 1939 vive en México. Desde 1967 es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM. Con frecuencia ha dado clases en el extranjero y por veinte años  reseñó libros para el suplemento Sábado. En 1986 ganó el Premio Villaurrutia con su primera novela: Último exilio, en 1994 El premio Universidad por su trayectoria como escritor, el premio Fuentes Mares en 2006 con su libro de cuentos Encuentros  y en 2012 se le nombró Profesor Emérito de la UNAM. En tanto que escritor ha publicado cuarenta libros, los más recientes Casi desnudo (novela, 2008), Una infancia llamada Exilio (memorias, 2011) , ¿Y el paraíso? (novela, 2013).

INTERTEXTUALIDAD
Huyó de If. Se hizo del tesoro. Lo invirtió en distintos negocios. Las ganancias le quitaron toda  preocupación por el futuro. Se daba todos los caprichos. Se aburría. Viaja o lee, fue el consejo de un amigo prudente. Visitó La Mancha, estuvo con los del Liguria, acompañó a Nemo, habló con los cuatro hijos de Fiodor, té con Virginia en su habitación, una pinta de cerveza en un pub dublinés. Sin prisas fue llegando a viejo, ayudado por otras aventuras. Poco a poco se llenó de nostalgia. Supo entonces, por boca de un príncipe, de un país del cual jamás había regresado viajero ninguno. Sonriendo para sí, decidió visitarlo.

ATRACTIVO
Lo he afirmado siempre: la belleza real es compleja, hecha como está de lo interno y de lo externo. Pero voy más allá: el cuerpo siempre cede ante lo espiritual. Cuando éste domina, lo meramente físico queda en puro sostén, gancho donde colgar lo que sinceramente importa. En consecuencia, guiado por mi creencia, espero. Así, me adentro en la plática de una chica para decirme enseguida: aún no. Sigo esperando ideas que me deslumbren en lo que expresan y en su modo de expresarse. A veces, tanta vigilia es un agobio. ¿No existirá la belleza real? Y de pronto un día cualquiera, quién sabe de dónde, aparece esta muchacha cuyo modo de andar…

EL  POETA SE LEVANTA
El poeta se levanta del lecho:
-¿Cómo dijiste que te llamabas?
-Beatriz.
-Ah sí, claro.

MUJER A LA VENTANA
La suave luz del atardecer se encamina, muy lenta, hacia la noche. La ventana (cortinas de brocado color vino) permite seguir el tránsito desde lo gris hacia lo negro. En la habitación un silencio de casa solitaria, acaso situada en medio de un campo verde. La habitación, en una penumbra cada vez mayor, de manera que los retratos al óleo van quedando en manchas rectangulares, sin contenido. Está la sala, asimismo de brocado, y una alfombra muelle, que silencia aún más el silencio. A la ventana, una mujer. Mira hacia el exterior, ensimismada. Es alta, de pelo castaño claro, de piel suave, de cuerpo esbelto. Mira hacia el exterior, desentendida de lo que tiene a sus espaldas. El rostro, impasible. Si acaso, un asomo de temblor en los labios. Se escucha el motor de un auto. El rostro palidece. El motor calla. La mujer ase la cortina con la mano izquierda. La puerta de la habitación se abre y un hombre entra. Queda inmóvil cercano a la puerta. La mujer sigue en su actitud por una breve pausa. Luego, se vuelve hacia el recién llegado. “Hablemos pues” le dice.

ROSA
 El río, no muy ancho, entre orillas de un verdor absoluto. El cielo de una claridad que incluso lastima los ojos. Árboles que  alguna sombra dan. Bajo uno de éstos, muy próxima al agua casi transparente, la pareja. Él de traje y ella con un vestido propio de otros ámbitos. Están sentados sobre una manta, uno al lado del otro, sin tocarse. En medio de ellos, un parasol de seda y el sombrero de paja. La muchacha reacomoda su posición y cuida de no descuidar la posición del vestido. Él levanta la vista del libro y sonríe, tal vez con arrobo, a su compañera. Ella responde en especie, con un asomo de timidez. Hay un instante de brisa, que la muchacha agradece. Él regresa a las páginas. Lee en voz alta, subrayando mediante cambios de tono el dramatismo de los textos. Lee poesía. La lee de una compilación de poemas sumamente amorosos. En ocasiones, cuando alguna estrofa le parece en especial meritoria, pide anuencia para repetir la lectura. Se la conceden con leve gentileza. Con leve gentileza aceptan la bondad de esta o aquella imagen cuando él pregunta si coincidió con los gustos de la oyente. La muchacha pone la vista en el río, de aguas mansas; luego la sitúa en dos árboles que se han entrelazado de tan juntos que viven; luego la lleva al cielo y se dice: “Éste jamás me acariciará los pechos.”


TEORÍA LITERARIA
El bidiscurso otrodiegético misaficado de sermonemas rezotipifica la hipocritificación de la textura metavaticana, amenizando el punto enofílico donde el emisario circunscribe la parodiástole, carcaficcionándola mediante la hostiaporosis del implícitus. La isosalivación autopercepciona desde el nonpensatorio desmembrizando lo ya desmembrizado, hasta un huecolizar más absoluto que certidumbriza lo imperceptibilizado. La simonía concluyente desacerdotiza la páramotriz del excomulgatorio, de modo que la pecadanosis involuciona hasta la nueva edenización del manchatorio original.


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